28 años después (2025): la resurrección imposible de un mito agotado

Tras más de dos décadas de la revolucionaria 28 días después (Danny Boyle, 2002), y su solvente secuela 28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007), llega 28 años después, una película que intenta revivir —literal y metafóricamente— un universo que ya había alcanzado su punto de cierre. Dirigida con oficio pero sin alma, esta tercera entrega pretende expandir el mito del virus de la rabia con una escala global y un trasfondo emocional que, paradójicamente, nunca llega a cuajar.

Desde un punto de vista técnico, 28 años después es un producto impecable en su superficie. La dirección de fotografía, a cargo de un operador claramente influido por el trabajo digital y áspero de Anthony Dod Mantle en la primera película, mantiene la estética granulada y el uso de cámaras portátiles, aunque con una claridad visual que traiciona la sensación de inmediatez y peligro que caracterizaba al original. El color, más pulido y menos sucio, convierte el apocalipsis en un espectáculo más estilizado que visceral. El montaje, en cambio, es irregular. En las escenas de acción —que abundan— hay energía y ritmo, pero también confusión y exceso de cortes, un mal endémico del cine post-apocalíptico contemporáneo. El diseño de sonido sí merece reconocimiento: los gruñidos de los infectados, los ecos en los paisajes desolados y el uso de silencios abruptos recrean una atmósfera inquietante. La partitura, firmada por un compositor que evidentemente quiere rendir tributo a la icónica pieza “In the House – In a Heartbeat” de John Murphy, no logra escapar de la sombra de aquel motivo original. Suena como un eco lejano de una emoción que ya no se siente.

El trabajo de dirección artística es convincente, especialmente en los exteriores: carreteras abandonadas, pueblos semiderruidos y campos convertidos en cementerios de vehículos. Hay momentos en que la película se acerca a la road movie post-apocalíptica, recordando a The Road de John Hillcoat o incluso a Mad Max: Fury Road, pero son chispazos, meros destellos de un filme que no termina de decidir qué quiere ser: una fábula sobre la herencia y la fe, o una pieza de acción con zombis veloces y cámaras lentas. El elenco cumple con lo que el guion permite. En general, los personajes están dibujados con trazo grueso, sin evolución ni verdadera motivación más allá de sobrevivir o cumplir una misión simbólica que el propio filme olvida por el camino.

El gran problema de 28 años después no es su factura técnica, sino su absoluta falta de coherencia interna y su incapacidad para construir una historia que justifique su existencia. La película comienza con una escena poderosa: un padre entrega un crucifijo a su hijo antes de separarse, en medio de un nuevo brote del virus. Ese gesto, cargado de fe, herencia y promesa, parece establecer el leitmotiv de la historia. Todo apunta a que ese crucifijo será la clave —metafórica o literal— del desenlace. Sin embargo, el símbolo se diluye entre persecuciones, escenas de supervivencia y diálogos expositivos sobre una posible cura, hasta desaparecer completamente.

La trama se dispersa en subtramas mal resueltas: un grupo de militares con intenciones ambiguas, una comunidad que vive aislada en un santuario natural, etc.. Ninguna de estas líneas narrativas se desarrolla con profundidad ni se entrelaza de manera orgánica. Todo parece avanzar por inercia, como si los guionistas hubieran confiado en que el peso de la franquicia bastaría para sostener la película. El resultado es una historia que carece de estructura: un inicio prometedor, un nudo confuso y un final que no solo es abrupto, sino que traiciona las expectativas del espectador. La resolución del conflicto —o mejor dicho, su ausencia— convierte la experiencia en una suma de escenas potentes, pero inconexas. El crucifijo, que debería ser el eje simbólico, se queda como un objeto decorativo, una promesa vacía. Y cuando llega el desenlace, lo que se esperaba como una culminación emocional se transforma en un epílogo de franquicia: un cierre abierto, diseñado no para resolver, sino para vender una continuación. Esa estrategia comercial se siente particularmente cínica en un universo que, desde su origen, había destacado por su crudeza y autenticidad. Si 28 días después reinventó el género zombi con una mirada sucia, urgente y política, 28 años después lo convierte en una operación de nostalgia carente de alma.

El cine de terror y ciencia ficción vive de las reinvenciones. Pero cuando una saga regresa tras dos décadas, tiene dos opciones: o aporta una mirada nueva —como hizo Mad Max: Fury Road— o se limita a repetir la fórmula. 28 años después intenta ambas cosas y fracasa en las dos. Quiere ser más grande, más profunda y más emotiva, pero no logra ser ni una sola de ellas. El guion parece escrito a base de ecos de otras películas: la desesperanza de Children of Men, la estética de The Last of Us, los dilemas éticos de I Am Legend. Pero lo que en aquellas obras era densidad moral y tragedia, aquí es solo superficie. No hay reflexión sobre la fe, ni sobre la transmisión generacional del trauma, ni sobre la culpa. El crucifijo —ese símbolo inicial— era una oportunidad para explorar la idea de que, en un mundo sin Dios, la fe se convierte en un acto de memoria. Pero el film rehúye cualquier ambición filosófica, quedándose en el terreno de lo literal y lo efectista. Incluso como road movie, el film solo brilla a ratos. Las travesías por paisajes desolados tienen potencia visual, pero carecen de emoción. Los personajes avanzan sin rumbo ni destino, y eso, lejos de ser una metáfora del vacío existencial, se siente como un vacío de guion. La falta de un propósito narrativo hace que cada secuencia funcione de manera aislada, pero no como parte de un todo. El espectador sale con la sensación de haber visto una película que prometía profundidad, pero que termina en un vacío. Es un cierre que confunde ambigüedad con indecisión, y deja la historia flotando en la nada.

28 años después demuestra que algunas historias deberían permanecer enterradas. Su factura técnica es impecable, su atmósfera en ocasiones envolvente, y algunos momentos —especialmente en su tramo central de carretera y ruina— recuerdan la grandeza del original. Pero la película carece de una visión coherente, de una voz propia. Es un cadáver cinematográfico animado por la nostalgia, incapaz de justificar su retorno. Y así, el legado de 28 días después queda contaminado por la misma epidemia que sus personajes temen: la de una franquicia que ya no sabe morir.

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