La mejor entrada de Batman (y de cualquier superhéroe): un réquiem en Gotham
Cuando un personaje ha sido llevado al cine en tantas ocasiones como Batman, la idea de sorprender o reinventar su entrada parece un acto fútil, incluso ingenuo. Desde la gótica fantasía de Tim Burton hasta la crudeza realista de Christopher Nolan, el murciélago de Gotham ha tenido múltiples nacimientos cinematográficos. Pero lo que logra Matt Reeves en The Batman (2022) va más allá de una simple reinvención: es una declaración de principios. Una de las mejores entradas de un superhéroe en la historia del cine. Y, quizás, la más poderosa.
Porque Reeves no busca competir con las versiones anteriores. Las ignora. Se desmarca. No intenta superarlas, sino descomponerlas. Y en ese acto de deconstrucción, nos ofrece algo radicalmente distinto: un Batman que no emerge como un salvador, ni como un mito pulido. No hay gloria, ni épica luminosa. Hay miedo, podredumbre, violencia. Gotham se retuerce bajo su propia corrupción, y Batman, lejos de redimirla, parece un fruto más de su decadencia.
La voz del murciélago
Todo comienza con una voz. No la de un narrador omnisciente, sino la del propio Bruce Wayne —o más bien, del Batman que ya ha consumido a Bruce—. Una voz grave, rasgada, que no busca explicar sino confesar. Desde los primeros minutos, Matt Reeves nos invita a mirar Gotham no como un escenario, sino como un organismo enfermo, y lo hace a través de un recurso literario: la voz en off. Es un noir absoluto, con resonancias de Taxi Driver y Chinatown, donde el protagonista no narra sus hazañas, sino sus obsesiones.
“La ciudad está rota”, dice. Y no hay duda. Vemos una metrópolis sumida en la oscuridad —literal y moral—, cubierta por la lluvia, infestada de máscaras. ¿Es Halloween? Tal vez. Pero ese detalle importa poco. La ciudad entera parece estar disfrazada, perdida en su propia pantomima criminal. Hay una atmósfera fúnebre, de muerte anunciada. Y no es casual: la música que acompaña esta introducción evoca con claridad la Marcha Fúnebre de Chopin. No es solo un homenaje musical: es una declaración estética. Gotham está muriendo, lentamente, y su último aliento será el nacimiento de un monstruo.
El símbolo y las sombras
Durante varios minutos, seguimos a los delincuentes. No a Batman. Los vemos cometer actos de violencia, robar, intimidar, dominar. Pero algo ha cambiado. Por primera vez, el foco está en el miedo de los criminales. No el miedo de las víctimas, sino el de aquellos que suelen causar el daño. Y ese miedo tiene una fuente, aún invisible: la sombra.
La luz del murciélago proyectada en el cielo —una luz improvisada, colgada desde un edificio abandonado— actúa como un faro invertido. No guía a los inocentes, sino que aterroriza a los culpables. Es rudimentaria, no tiene el lustre de otras versiones. Pero es efectiva. Porque su poder no reside en su tecnología, sino en su significado. Es un recordatorio: Batman está ahí fuera. Y podría estar en cualquier sombra.
La clave de esta introducción es la tensión. La espera. Las miradas nerviosas de los criminales. Las calles vacías. El sonido de la lluvia que se mezcla con un murmullo casi ceremonial. Y entonces, llegamos a la escena del metro. Un grupo de pandilleros, con caras pintadas, listos para apalear a un inocente. Y, de pronto, lo imposible: el tiempo se detiene. Algo —o alguien— se aproxima.
El descenso al infierno
Es aquí donde la dirección de Matt Reeves alcanza una precisión quirúrgica. Desde un plano general de un rascacielos, descendemos, como si fuésemos arrastrados hacia el subconsciente de la ciudad. Pasamos de la verticalidad orgullosa de los edificios al submundo putrefacto del metro. Como en Metrópolis, los niveles sociales y morales están estratificados. Gotham es un infierno moderno, y Batman es su demonio justiciero.
Y es entonces cuando lo vemos (o más bien, lo escuchamos). Pasos. Lentos. Constantes. Como un tambor de guerra, o una procesión macabra. Desde las sombras, emerge una figura imponente. No salta, no corre, no grita. Simplemente aparece, como un espectro que la ciudad ha engendrado. El silencio se llena de tensión. No hay espectáculo. Hay presencia.
Venganza en carne y hueso
La pelea que sigue es todo menos coreográfica. No hay estilización, no hay acrobacias. Hay brutalidad. Golpes secos, directos. Un combate casi suicida, en el que Batman no se limita a neutralizar: castiga. Y es en este momento donde emerge otro rasgo esencial del personaje en esta versión: su humanidad. No es un dios, ni un mesías. Es un hombre. Un hombre con rabia, con dolor, con heridas.
Cuando uno de los pandilleros le pregunta quién es, la respuesta es clara, contundente, casi bíblica: “Soy la venganza.” No es un héroe, ni siquiera un vigilante. Es una respuesta emocional, visceral, a una ciudad que lo ha hecho sufrir. Porque Batman —este Batman— no está por encima de Gotham. Es uno más de sus productos. Bruce y la ciudad son víctimas mutuas.
Pero hay algo más. Algo inquietante. Mientras golpea y electrocuta a un delincuente caído, vemos en él un destello de sadismo. Una sombra en su alma. Este Batman no es moralmente puro. No es el caballero blanco. Incluso la víctima que ha salvado parece temerle. Porque el miedo es su lenguaje, su arma, su escudo.
Gotham como personaje
En este retrato, Gotham no es un simple escenario. Es un personaje. Uno trágico, decadente, esencial. Cada plano está saturado de una atmósfera opresiva, donde los neones rojos y las campanas que suenan en la banda sonora refuerzan la idea de un funeral continuo. Todo en la ciudad grita muerte, desesperanza, violencia contenida.
Y Batman es, a la vez, antídoto y síntoma. No es la solución, pero sí la respuesta. Un cuerpo que se lanza al abismo, no para salvar, sino para arrastrar consigo a quienes han hecho del crimen su rutina. No vuela, no dispara rayos, no tiene aliados celestiales. Es carne, hueso y trauma. Es un símbolo nacido del dolor, mantenido por el miedo.
Conclusión: un nuevo mito
La entrada de Batman en The Batman no es simplemente una gran escena de acción. Es una tesis. Una carta de presentación que reformula todo lo que creíamos saber sobre el personaje. Aquí, el murciélago no es un ideal, ni un mártir. Es una criatura nocturna, emocionalmente quebrada, que actúa como espejo de una ciudad enferma.
Matt Reeves ha logrado lo impensable: ofrecer una introducción que no solo está a la altura del mito, sino que lo reinventa. No con fuegos artificiales, sino con sombras, susurros y brutalidad. En esta Gotham de pesadilla, la justicia no lleva capa brillante, sino armadura oscura y alma rota. Y cuando emerge de la sombra, no nos inspira... nos aterra. Porque, por fin, entendemos: Batman no lucha por la ciudad. Lucha contra ella. Y contra sí mismo.
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