El Exorcista (1973): el diablo no sienta nada bien

El Exorcista (William Friedkin, 1973) es un film que conjuga oficio clásico y modernidad fílmica, dirigido con un pulso que mezcla el documental y el thriller. La película adapta la novela homónima de William Peter Blatty, quien a su vez firma el guion, y cuenta con un reparto de caracteres que hoy son ya arquetipos del cine de horror: Ellen Burstyn encarna a Chris MacNeil, la madre entregada y fracturada; Linda Blair ofrece la musculatura física y grotesca de Regan, la niña poseída; Jason Miller aporta la contención atormentada del Padre Damien Karras; Max von Sydow impone la autoridad ritual del Padre Lankester Merrin; y Jack MacGowran completa el cuadro con la presencia de Burke Dennings. La dirección de Friedkin se apoya en un equipo técnico sobresaliente: la fotografía de Owen Roizman —inmersa en claroscuros urbanos y en una paleta que alterna luz clínica y sombras opresivas— dota a la acción de una verosimilitud casi documental; la edición ajusta los tiempos entre la calma doméstica y los estallidos de violencia, y la banda sonora se convierte en personaje: la inevitable utilización de Tubular Bells de Mike Oldfield como leitmotiv, junto con la música litúrgica, construyen una atmósfera sonora inolvidable. Además, los efectos especiales y de maquillaje, obra de un equipo liderado por el maestro Dick Smith, redefinieron lo que el cine podía permitirse mostrar: la transfiguración del cuerpo de Regan —vomitadas, contorsiones, distorsiones faciales y la infame desaceleración de la cabeza— trabajan sobre la materialidad del horror. Por su parte, la manipulación vocal que aporta Mercedes McCambridge (voz demoníaca no acreditada inicialmente) y el diseño sonoro —premiado en su momento— articulan una textura auditiva que remite tanto al teatro ritual como al cine moderno. En términos formales, la película demuestra una manufactura técnica superior: el uso de la cámara en ángulo bajo para monumentalizar estatuas y figuras, el montaje que recorta la acción en episodios casi teatrales, y la iluminación que modela el espacio como campo de lo sagrado y lo profano. El resultado es una obra que simultáneamente habla el lenguaje del Hollywood de estudio —con su pulcritud narrativa y su economía de medios— y del cine de autor comprometido a explorar la fisura entre ciencia y religión, cuerpo y símbolo.

El segundo aspecto obliga a un juicio más matizado: El Exorcista ofrece virtudes cinematográficas indudables y, al mismo tiempo, se confronta con límites narrativos graves. Entre los grandes aciertos figuran la creación de escenas emblemáticas que han permanecido en la imaginación colectiva —la levitación, la rotación de la cabeza, la entrada del sacerdote en la habitación con la luz cortante— y, sobre todo, las actuaciones que anclan lo fantástico en lo humano. Ellen Burstyn realiza, quizá, la interpretación más espectacular y descarnada de toda la película: su Chris no es un personaje secundario, sino el núcleo emocional alrededor del cual gravita la historia; su mezcla de escepticismo, desesperación y maternidad herida dota al film de una carga empática que evita la mera explotación del horror. Linda Blair, por su parte, soporta físicamente los embates de la trasformación con una entrega que desafía los límites de lo creíble; Jason Miller y Max von Sydow proporcionan, cada uno a su modo, equilibrio dramático y gravedad ritual. Y, sin embargo, la película padece un problema estructural que conviene subrayar: la falta de una historia lógica que explique o hilvane satisfactoriamente los episodios que se exhiben. Más allá de la eficacia de cada pieza, el relato en su conjunto se siente, en ocasiones, como un proceso de dominación y exorcismo sin una trama causal coherente; la narración avanza por acumulación de asaltos —el mal aparece, devasta, es combatido— pero sin una arquitectura que establezca por qué sucede así o qué fuerza interna lo motiva. Este déficit narrativo se observa desde el principio: la famosa secuencia arqueológica que abre la película —las excavaciones y el hallazgo ritual en un país remoto— funciona como un presagio potente, pero su conexión con la posesión en Georgetown no se desarrolla con la necesaria articulación. La excavación sugiere un retorno de lo antiguo, una presencia diabólica que viaja en el tiempo y el espacio, pero la película no ofrece un hilo explicativo que enlace explícitamente esos planos; la causa se sugiere y luego se da por hecha, como si el espectador deba aceptar el salto simbólico sin más guía que la voluntad de terror. Esta carencia no impide la tensión ni la eficacia del espectáculo, pero sí limita la película cuando se la valora desde la perspectiva de la construcción narrativa: el espectador asiste fundamentalmente a un proceso de sometimiento —la niña, la madre, la comunidad— y al rito del exorcismo como clímax, más que a una historia con nudo y desenlace argumentados. Es decir, la película privilegia la experiencia sensorial del horror y la confrontación ritual por encima de la exposición causal; esa decisión estética tiene consecuencias: genera una sensación profunda de misterio, pero también deja cuestiones abiertas sobre la lógica interna del mundo diabólico. En contrapartida, y regresando a lo positivo, es imprescindible destacar la actuación de Ellen Burstyn: su interpretación articula la hondura dramática que la película necesita para que la histeria colectiva no se transforme en mera feria grotesca; su mirada, sus silencios y su desmoronamiento moral sostienen el componente humano de una narración dominada por la iconografía sobrenatural.

Finalmente, el legado de El Exorcista en la historia del cine de terror es innegable y multifacético; la película no solo reconfiguró el subgénero de la posesión, sino que también modificó el estatuto cultural del horror en su conjunto. Por un lado, instauró un modelo narrativo y estético —la mezcla de verosimilitud médica y ritual religioso, la puesta en escena de la corporalidad poseída, el uso intenso del sonido para fabricar terror— que ha sido replicado, imitado y reelaborado hasta la saciedad: desde las películas de exorcismos posteriores (El Exorcismo de Emily Rose, La última expulsión) hasta producciones que exploran la dimensión ritual del mal, la influencia es patente. Además, el impacto social y mediático de la película —las reacciones en salas, los debates sobre blasfemia y moralidad, las censuras y la creación de pánico de masas— consolidaron la idea de que una película de terror podía entrar en el circuito cultural dominante y provocar reflexiones públicas sobre fe, ciencia y tabú. En términos técnicos, su empleo de efectos prácticos y maquillaje cambió las expectativas sobre lo que el cine podía mostrar sin recurrir a trucos baratos; en términos sonoros, la película demostró que la banda sonora y el tratamiento de la voz podían ser instrumentos de horror tan eficaces como la imagen. Culturalmente, el film instituyó una iconografía: la camilla, el crucifijo, la figura del sacerdote enfrentado al abismo, que se transformaron en símbolos reconocibles incluso para quienes desconocen la película. También impulsó debates sobre la representación del mal y la religión en la pantalla, y abrió la vía para que el cine de terror pudiera aspirar a reconocimiento crítico y premios —El Exorcista obtuvo diez nominaciones a los Óscar, ganando dos estatuillas—, legitimando el género como objeto de reflexión artística. En suma, aunque pueda criticarse su estructura narrativa, su huella es profunda: redefinió los límites del horror, multiplicó las lecturas culturales y religiosas posibles sobre la posesión, y exigió al cine —y a su público— mayor valentía para explorar las zonas donde lo sagrado y lo monstruoso se tocan.

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