Midsommar (2019): la caída en desgracia de un director prometedor

La primera vez que vi Hereditary, comprendí que Ari Aster no era un cineasta más en el saturado panorama del terror contemporáneo, sino un arquitecto del malestar, un demiurgo de lo siniestro. Su ópera prima respiraba una autenticidad que pocas veces se ve en el género: una pesadilla familiar que se construía sobre los cimientos de la pérdida, la culpa y la transmisión del trauma. Cada plano parecía tallado con precisión quirúrgica, cada encuadre o decisión sonora respondía a una lógica emocional devastadora. Aster no se contentaba con asustar: desnudaba a sus personajes hasta que su dolor se volvía insoportable, y lo hacía con una elegancia formal que evocaba tanto a Polanski como a Friedkin. Hereditary era, en esencia, una tragedia clásica disfrazada de horror, donde lo sobrenatural surgía como la consecuencia inevitable de lo humano. El mal no se explicaba: se heredaba, se incubaba, se aceptaba como destino. En ese sentido, el film era redondo, cruel y necesario, una obra que devolvía al terror psicológico su dignidad perdida y nos recordaba que la angustia más profunda no proviene de los monstruos, sino de la sangre que compartimos.

Por eso, al comenzar Midsommar, uno siente un prometedor déjà vu. Aster vuelve a presentarnos un prólogo turbador, un drama íntimo que amenaza con devorarlo todo. La secuencia inicial —ese suicidio familiar que lo desajusta todo, esa carta de despedida, esa angustia que se adivina antes de mostrarse— es de una potencia abrumadora. La nieve, la oscuridad, el silencio, el llanto contenido: todo parece anticipar otro descenso a los infiernos del duelo, otro retrato de la locura como forma de expiación. El punto de partida es excelente, y durante sus primeros compases la película se sostiene en la incertidumbre y en la belleza de su puesta en escena. La idea de situar el horror a plena luz del día, bajo un sol eterno que impide las sombras, es brillante. Hay una inquietud palpable en esa comunidad idílica, una sensación de que la claridad es una máscara que esconde algo atroz. Hasta aquí, Midsommar podría haber sido un hito del folk horror moderno, heredero de The Wicker Man y de La hora del lobo. Pero esa promesa se diluye pronto, se descompone como una flor marchita en un altar pagano, hasta transformarse en una caricatura grotesca de sí misma. Aster, en lugar de profundizar en la fractura emocional de su protagonista o en los ecos simbólicos de la secta, se entrega a una acumulación de rituales sin sentido, símbolos vacíos y grotescos ejercicios de estilización que confunden la rareza con la profundidad.

Desde los suicidios en la secta, Midsommar parece extraviarse en su propio laberinto de pretensión. Lo que podría haber sido una exploración del duelo se convierte en una amalgama de chorradas, una bacanal de casquería y mal gusto revestida de folclore nórdico que no alcanza jamás la altura del horror psicológico que pretende invocar. Las muertes dejan de tener peso emocional; los personajes se transforman en meros maniquíes que avanzan hacia su sacrificio con la torpeza de un sueño mal montado. La lógica interna, tan pulcra y necesaria en Hereditary, desaparece aquí en favor del espectáculo vacío. La violencia, antes sugerida y traumática, se vuelve gratuita y casi ridícula; los rituales, que podrían ser inquietantes, se suceden sin que el espectador comprenda su significado ni sienta su amenaza. El film, atrapado entre la alegoría y la provocación, acaba siendo ninguna de las dos cosas. Lo que en Hereditary era el retrato íntimo de un infierno doméstico, aquí se diluye en una postal turística de pesadilla, en un catálogo de excentricidades que se confunden con profundidad por el mero hecho de estar bañadas en luz natural y coreografiadas con música coral. Al final, Midsommar no inquieta, no emociona, no asusta: solo exaspera. Es la caída en desgracia de un autor que parecía destinado a renovar el género, pero que ha confundido la ambigüedad con el sinsentido, la belleza con la impostura, y el terror con el espectáculo de feria. Le daremos otra oportunidad si vuelve al terror, pero todo apunta mal, muy mal.

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