El protegido (2000): la épica silenciosa del héroe cotidiano

Cuando M. Night Shyamalan estrena El protegido en el año 2000, el público todavía vibraba con el éxito arrollador de El sexto sentido (1999), esa pequeña joya que redefinió la noción del giro final y convirtió al director indio-estadounidense en el nuevo “niño prodigio” del suspense. Sin embargo, El protegido es, desde su concepción técnica, una película que va mucho más allá del simple juego de revelaciones: es una pieza de relojería fílmica en la que la forma está completamente al servicio de una atmósfera de aislamiento, introspección y melancolía. Shyamalan filma con una calma inusual para una historia de superhéroes, utilizando largos planos secuencia, encuadres fijos y movimientos de cámara casi imperceptibles que refuerzan la sensación de que sus personajes viven dentro de una burbuja emocional y narrativa. El director se aparta de los artificios del blockbuster y apuesta por una estética que recuerda más al cine europeo que a la tradición del cine de acción estadounidense. La fotografía de Eduardo Serra, fría y contenida, juega con tonos verdosos y azulados que impregnan de irrealidad cada rincón de Filadelfia, una ciudad filmada como si fuera un espacio fronterizo entre lo cotidiano y lo mítico. El uso de la luz natural, los reflejos y los espacios vacíos se convierte en una metáfora visual del estado interior de David Dunn (Bruce Willis), un hombre que apenas sabe quién es. Shyamalan encuadra a sus personajes tras cristales, enmarcados en puertas o perdidos en habitaciones casi vacías, como si estuvieran atrapados en sus propias conciencias.

El sonido, por su parte, tiene un papel fundamental. James Newton Howard compone una partitura que parece crecer con la película: comienza con notas apenas perceptibles, casi un susurro, y termina elevándose en un clímax de solemnidad contenida. No hay estridencias, no hay fanfarrias heroicas, sino un minimalismo emocional que refleja la ambigüedad del relato. Todo en El protegido está diseñado para que el espectador no sienta que asiste a una historia de superhéroes, sino a un drama humano sobre la identidad, la fe y la necesidad de encontrar un propósito en un mundo indiferente.

La trama de El protegido se construye como un proceso de descubrimiento interior más que como una narración de aventuras. David Dunn, un guardia de seguridad que sobrevive milagrosamente a un accidente de tren en el que mueren todos los demás pasajeros, empieza a sospechar —gracias a la insistencia de un extraño coleccionista de cómics, Elijah Price (Samuel L. Jackson)— que puede poseer habilidades sobrehumanas. Lo que en cualquier otra película sería el punto de partida para una historia de acción, aquí se convierte en un estudio psicológico. Shyamalan filma el nacimiento del héroe como si se tratara de una enfermedad o una maldición.

Elijah Price, apodado “Mr. Glass” por la fragilidad de sus huesos, es la antítesis física y moral de Dunn. Su obsesión con los cómics lo ha llevado a buscar durante toda su vida a alguien que encarne la perfección opuesta a su debilidad: un ser indestructible. La relación entre ambos es de una simetría fascinante, casi filosófica: la fortaleza necesita de la fragilidad para definirse, y el bien sólo cobra sentido en contraste con el mal. Shyamalan convierte esta dualidad en el eje de su narrativa, no como una lucha externa, sino como un espejo en el que cada uno se ve reflejado en el otro. Bruce Willis ofrece una de las interpretaciones más contenidas y profundas de su carrera. Su David Dunn es un hombre agotado, silencioso, que apenas habla y que parece arrastrar el peso del mundo sobre los hombros. La heroicidad en él no surge del deseo de gloria, sino de la duda y la culpa. Frente a él, Samuel L. Jackson construye un Elijah Price trágico y casi shakesperiano: un hombre brillante, sofisticado y doliente, cuya búsqueda de sentido lo lleva a cruzar la línea entre la razón y la locura. Jackson dota al personaje de una fragilidad física contrastada con una mente poderosa, haciendo que cada palabra suya suene como una revelación. Mención aparte merece la interpretación del joven Spencer Treat Clark como Joseph, el hijo de Dunn. Su inocencia y su fe en la figura paterna sirven de contrapunto emocional a la frialdad del relato. En la famosa escena en la que el niño apunta a su padre con una pistola para demostrar que es invulnerable, Shyamalan consigue uno de los momentos más tensos y humanos del cine fantástico contemporáneo: una secuencia que, más allá de su carga dramática, encierra la esencia del film —la necesidad de creer en algo extraordinario dentro de un mundo que no ofrece motivos para hacerlo—. El final, como es habitual en el cine de Shyamalan, funciona como un golpe emocional que reconfigura todo lo anterior. Sin recurrir al efectismo, el descubrimiento de la verdadera naturaleza de Elijah Price no solo conmociona al espectador, sino que redefine el género: el villano no aparece en una explosión ni en una batalla, sino en un susurro, en una revelación íntima. Es el instante en que el mito se impone sobre la realidad, y el cómic se convierte en tragedia.

Cuando El protegido se estrenó, fue recibida con cierta frialdad por parte de la crítica y el público. Muchos esperaban otro El sexto sentido, con un ritmo más ágil y un suspense más directo. Sin embargo, con el paso de los años, la película ha ganado el lugar que merece: el de una de las obras más importantes y adelantadas de su tiempo dentro del cine fantástico. Shyamalan hizo algo que, en el año 2000, parecía impensable: trató el universo de los superhéroes con la seriedad y la sobriedad de un drama existencial. Antes de Batman Begins (2005) o de la expansión del Universo Marvel, El protegido ya proponía una mirada madura y filosófica sobre el mito del héroe moderno.

El film no es un homenaje superficial al cómic, sino una meditación sobre su estructura moral y simbólica. Shyamalan se interesa por la lógica interna del género —la simetría entre héroe y villano, el viaje iniciático, la revelación del propósito— y la traslada al terreno del realismo cotidiano. En lugar de volar o lanzar rayos, su protagonista levanta pesas en el sótano de su casa, salva a una familia en un suburbio lluvioso y carga con la desesperación de un matrimonio roto. De ese contraste nace su grandeza: la épica mínima de un hombre que se atreve a creer que está destinado a algo más.

En términos de legado, El protegido abrió una senda que hoy se reconoce en títulos como Chronicle (2012), Logan (2017) o incluso en Watchmen (la serie de HBO, 2019): todas ellas reinterpretaciones del mito superheroico desde la vulnerabilidad y el cuestionamiento moral. La trilogía posterior de Shyamalan —culminada con Glass (2019)— no hace sino confirmar que El protegido era la piedra fundacional de un universo narrativo donde lo fantástico emerge de lo cotidiano, donde el milagro se oculta en lo anodino.

La película también consolidó la personalidad autoral de Shyamalan, un director que divide opiniones pero que, incluso en sus tropiezos, se mantiene fiel a su estilo inconfundible: el control del ritmo, el amor por el plano largo, el tratamiento casi místico de la cámara y la obsesión por los personajes aislados, atrapados entre el escepticismo y la fe. La forma de enmarcar muchos planos recuerda a las viñetas de los comics, donde el lector puede recrearse en una imagen, la película hace lo mismo, con gran acierto. En El protegido, esa estética alcanza su forma más pura. Es una obra que habla de la soledad de los héroes, pero también de la soledad del artista que crea mundos donde todavía es posible creer en lo extraordinario.

A más de dos décadas de su estreno, El protegido sigue siendo una película misteriosa y profundamente humana, un ejemplo de cómo el cine fantástico puede aspirar a la introspección sin perder su poder de fascinación. Shyamalan no filma la lucha entre el bien y el mal, sino la lucha interna de un hombre que busca entender por qué sobrevive. En ese gesto silencioso reside su magia, su trascendencia y su permanencia.

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