Mad Max (1979): un western apocalíptico

En 1979, un joven médico australiano llamado George Miller debutó en la dirección con un proyecto que, a priori, parecía condenado a la invisibilidad: Mad Max. Realizada con apenas 300.000 dólares de presupuesto —una cifra irrisoria incluso para el cine independiente de la época—, la película se benefició de un rodaje guerrillero en carreteras solitarias, pueblos semivacíos y parajes áridos del estado de Victoria. Aquellas limitaciones, que podrían haber supuesto su fracaso, terminaron por definir su estilo visual y narrativo: un mundo reseco, marginal, al borde del colapso, poblado por coches oxidados, moteros desquiciados y policías precarios que intentan imponer una justicia imposible. La cinta recaudó más de 100 millones de dólares, lo que la convirtió en uno de los filmes más rentables de la historia del cine. Fue además el trampolín para Mel Gibson, entonces un joven actor casi desconocido, que aquí interpretaba a Max Rockatansky, un patrullero destinado a convertirse en una figura icónica del género. La fotografía de David Eggby, áspera y funcional, y la partitura de Brian May —no confundir con el guitarrista de Queen— ayudaron a dotar al filme de una identidad que, aunque rudimentaria en sus formas, resultó inolvidable en su impacto.

Pero conviene despejar un equívoco: Mad Max no nació como una película “post-apocalíptica”, pese a la etiqueta que después se le colgó y que se consolidaría con sus secuelas. En realidad, lo que Miller y su equipo construyeron fue un western moderno, un relato de frontera trasladado a las carreteras australianas, donde la ley se cumple a medias y la justicia es tan volátil como la gasolina que mueve los motores de los coches. La persecución inicial del “Jinete nocturno” —una secuencia rodada con un pulso inusitado y que anticipa la carrera de Miller como maestro del cine de acción— ya establece las coordenadas: un territorio indómito, un orden precario representado por un grupo de patrulleros desbordados, y una banda de moteros salvajes que funciona como los cuatreros de antaño. La violencia es seca, brutal, carente de romanticismo. Miller construye su relato con el minimalismo del cine de serie B: pocos diálogos, personajes esbozados en trazos gruesos, y una sucesión de persecuciones y choques mecánicos que, más que adornar, constituyen la esencia misma de la narración. En este sentido, la película no sólo dialoga con el western, sino también con el _spaghetti western_: sus héroes lacónicos, sus villanos grotescos, la crudeza del entorno y el peso inexorable de la venganza.

La trama de Mad Max es, en esencia, un argumento clásico de represalia. Max no es un héroe al uso, sino un hombre atrapado entre la responsabilidad profesional y el instinto de supervivencia, que se ve arrastrado hacia la violencia absoluta cuando su vida personal es destruida por la banda de moteros liderada por Toecutter. El motor emocional de la película es simple: el asesinato de su familia convierte al policía en justiciero, en un vengador que atraviesa la delgada línea que separa la ley del desierto moral. Esta simplicidad argumental no es un defecto, sino parte de su efectividad: como en los mejores westerns, la historia no necesita adornos, sino un contexto que haga comprensible el tránsito del protagonista desde la legalidad a la violencia personal. Sin embargo, es cierto que el film, con el paso de los años, ha sido sobrevalorado. Lo que en su momento resultaba una descarga de adrenalina y frescura, visto en retrospectiva puede percibirse como una obra algo rudimentaria, con interpretaciones correctas pero no brillantes —incluido el joven Gibson, que cumple con solvencia pero aún lejos de la intensidad que alcanzaría en trabajos posteriores—, y un guion que se sostiene más en la energía de la dirección que en la consistencia dramática de sus personajes. En muchos pasajes, lo que permanece no es la profundidad de la historia, sino la visceralidad de sus persecuciones, las imágenes de coches explotando y cuerpos estrellados contra el asfalto.

Y sin embargo, ahí radica tanto su fuerza como su contradicción. Mad Max es una película que se disfruta minuto a minuto, un espectáculo tosco y magnético, un ejemplo de cómo el ingenio puede suplir la falta de recursos. Su aire de película de culto se explica no sólo por su estética singular, sino porque anticipó un imaginario visual que marcaría el cine de acción de los años ochenta y más allá. Miller reinventó la persecución automovilística, dotándola de un nervio casi físico; sentó las bases para su propia saga, que encontraría su madurez en Mad Max 2: El guerrero de la carretera; y, sin proponérselo, abrió una grieta por donde se colaría todo un cine australiano de género. No obstante, también conviene ponerla en su lugar: no es una obra maestra absoluta, sino un debut explosivo con más intuición que acabado, más potencia formal que hondura dramática. La venganza como motor narrativo la acerca al mito eterno del western; su violencia sin freno la proyecta hacia el culto del cine de acción; su bajo presupuesto la encuadra en la serie B más pura. Es un filme que merece su prestigio por lo que inauguró, no tanto por lo que es en sí mismo. Y quizá ahí radica su paradoja: ser al mismo tiempo una cinta un tanto tosca y una pieza fundacional, un título que, con todos sus defectos, cambió el rumbo del cine de acción.

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