Pandorum (2009): claustrofobia en el espacio
El cine de ciencia ficción siempre ha sido un espejo oscuro en el que la humanidad se contempla a sí misma frente a la vastedad del cosmos y las grietas de su propia mente. Desde 2001: A Space Odyssey (1968), que planteó la odisea metafísica del hombre en el universo, hasta Alien (1979), que reintrodujo la angustia del espacio como un lugar hostil y corporal, el género ha explorado obsesivamente la tensión entre exploración y supervivencia, entre descubrimiento y paranoia. Pandorum (2009), dirigida por Christian Alvart y escrita por Travis Milloy, se inserta en esa tradición con la ambición de entrelazar ciencia ficción espacial, terror psicológico y horror corporal. La película parte de un concepto que, en principio, resulta potente: dos tripulantes de una nave interestelar se despiertan de una hibernación prolongada, sin memoria de quiénes son ni de cuál es su misión, en un entorno que pronto se revela como una pesadilla laberíntica. Estrenada con un presupuesto de alrededor de 33 millones de dólares y producida por Constantin Film (con el respaldo en la producción ejecutiva de Paul W. S. Anderson, director de Event Horizon), Pandorum buscaba consolidar una línea de cine europeo con ambiciones hollywoodenses, pero lo hizo en un momento difícil para el género, sin el arrastre de franquicia y con una recepción crítica tibia. Su desempeño en taquilla fue decepcionante —apenas 20 millones de dólares recaudados mundialmente—, lo que la relegó a un cierto culto de videoclub y streaming, donde con el tiempo ha encontrado espectadores más afines a su propuesta. Lo interesante, sin embargo, es cómo la cinta articula una serie de obsesiones recurrentes en la ciencia ficción: la claustrofobia de los espacios cerrados, el trauma de la amnesia, la amenaza de la mutación, y el vértigo ante la soledad cósmica.Si algo distingue a Pandorum es su capacidad para generar atmósfera. El diseño de producción a cargo de Richard Bridgland (colaborador en Alien vs. Predator y The Last King of Scotland) convierte a la nave Elysium en un personaje vivo, un laberinto de metal corroído, cables colgantes y compartimentos donde la oscuridad es tan protagonista como los actores. El director de fotografía Wedigo von Schultzendorff opta por un uso expresionista de la luz: destellos intermitentes, fluorescencias que parpadean, sombras que ocultan más de lo que muestran. Esa estética recuerda, de manera deliberada, a la Nostromo de Alien y a la Event Horizon de Anderson, pero aquí se intensifica hasta el paroxismo, al punto de que la nave se convierte en un entorno opresivo, casi una extensión de la mente alterada de los protagonistas. El sonido, diseñado por los equipos de Soundelux, contribuye con rugidos metálicos, crujidos estructurales y ecos inquietantes, creando una experiencia sensorial que potencia la idea de estar atrapado en un laberinto orgánico-tecnológico. La partitura de Michl Britsch refuerza esta dimensión con un híbrido entre lo electrónico y lo orquestal, que oscila entre pulsaciones minimalistas y estallidos dramáticos. En este aspecto técnico, la película acierta de pleno: Pandorum es una lección de atmósfera claustrofóbica, de cómo el espacio puede volverse enemigo, de cómo el diseño escenográfico y sonoro puede sumergir al espectador en la misma paranoia que atenaza a los personajes. La comparación con The Descent (2005), de Neil Marshall, resulta inevitable: así como aquel filme transformaba las cuevas en un infierno psicológico, Pandorum convierte la nave espacial en una caverna sideral donde lo externo y lo interno se confunden.El libreto de Travis Milloy plantea un andamiaje complejo: dos personajes desorientados (Bower y Payton, interpretados por Ben Foster y Dennis Quaid) que deben recomponer no sólo su memoria, sino también el sentido de la misión en la que están inmersos. La amnesia como efecto de la hibernación permite un juego narrativo en el que el espectador descubre la verdad al mismo ritmo que los protagonistas. Sin embargo, lo que podría ser un recurso intrigante se convierte a menudo en un laberinto confuso: la fragmentación temporal, los flashbacks mal insertados y la sobrecarga de revelaciones minan la claridad del relato. El gran giro final —la nave ya no está en el espacio, sino que lleva siglos sumergida en el océano del nuevo planeta de destino, Tanis— tiene fuerza conceptual, pero llega debilitado por una serie de giros previos que han agotado la paciencia del espectador. El problema central radica en la justificación de las criaturas mutantes que habitan la nave: supuestos descendientes de humanos expuestos a una enzima de adaptación planetaria, que habrían “evolucionado” en apenas un milenio hasta convertirse en depredadores caníbales. Desde un punto de vista biológico, el planteamiento es insostenible —como ya sucedía en Event Horizon, la ciencia se supedita al efecto terrorífico—, y la película nunca logra articular una lógica interna convincente. Aun así, los monstruos cumplen su función como catalizadores del horror físico, reminiscencias del xenomorfo de Alien y de las criaturas trogloditas de The Descent. El guion incurre también en un exceso de didactismo: varios pasajes de diálogo se limitan a explicar lo que ocurre, en lugar de permitir que el espectador lo intuya. Esta sobreexplicación contrasta con la potencia visual y atmosférica del filme, generando una disonancia entre forma y contenido. Dicho esto, Pandorum plantea temas sugerentes: la fragilidad de la memoria, la locura inducida por el aislamiento (el “síndrome de Pandorum”, que alude a una psicosis paranoica generada por los viajes interestelares prolongados), y la ambigüedad entre realidad y alucinación. Lamentablemente, la ejecución narrativa no alcanza la altura de sus intuiciones temáticas.El peso actoral recae en Ben Foster, quien encarna al cabo Bower con una intensidad admirable: su registro de paranoia, vulnerabilidad y resistencia lo convierte en un protagonista empático y verosímil. Foster logra transmitir el desconcierto existencial del hombre arrojado al abismo, y su evolución desde la desorientación hasta el enfrentamiento con la verdad es el eje emocional de la película. Dennis Quaid, en cambio, ofrece una interpretación rígida y poco matizada: su Payton carece de la ambigüedad psicológica que el rol demandaba, especialmente cuando se revela su deriva hacia la locura y la violencia. Entre los secundarios, destaca Antje Traue (Nadia), cuya presencia física y entrega la acercan al modelo de heroína de acción al estilo Milla Jovovich en Resident Evil, aunque su personaje queda subdesarrollado. Técnicamente, Pandorum fue rodada en los estudios Babelsberg en Alemania, utilizando sets construidos con gran detalle para maximizar la sensación de encierro. Esa decisión de rodar en decorados físicos, y no depender excesivamente de CGI, dota al filme de una textura tangible que contribuye a su atmósfera. Con el tiempo, Pandorum se ha convertido en un filme de culto menor dentro del género, valorado por su atmósfera y su estética, aunque criticado por la inconsistencia de su guion. No alcanza la perfección de Alien, ni la densidad filosófica de Solaris (1972), ni el barroquismo de Event Horizon, pero posee méritos propios: es un testimonio de cómo el cine europeo intentó dialogar con el mainstream de Hollywood en la primera década del siglo XXI, y cómo la ciencia ficción sigue siendo un laboratorio para explorar las ansiedades de la modernidad. En definitiva, Pandorum es una obra imperfecta pero fascinante, cuya esterilidad narrativa se compensa con una fecundidad atmosférica, y que merece ser revisitada como un capítulo intermedio en la evolución del cine de ciencia ficción claustrofóbico. Su valoración final podría situarse en un 7/10: insuficiente para ser un clásico, pero suficientemente intensa para ser memorable.
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