The Walking Dead - Dead City: Una extensión innecesaria de un universo agotado
Dentro de esta proliferación de universos paralelos, The Walking Dead: Dead City llega con la promesa de reencontrarnos con dos de los personajes más fascinantes y polémicos de la saga: Maggie Rhee (Lauren Cohan) y Negan (Jeffrey Dean Morgan). La propuesta, sobre el papel, resulta atractiva: enfrentar a dos supervivientes con una historia marcada por la violencia y la venganza, obligados a colaborar para un objetivo común. La ambientación, esta vez, se traslada a una Nueva York arrasada, convertida en una jungla vertical de edificios en ruinas, puentes colapsados y calles infestadas de caminantes. Y en este punto la serie acierta: la dirección artística y el diseño de producción ofrecen un retrato visual poderoso de lo que sería Manhattan después del apocalipsis. La ciudad se convierte en un personaje en sí misma, con escenarios que mezclan decadencia, claustrofobia y un extraño lirismo urbano. El espectador reconoce la silueta icónica de Nueva York, pero transformada en una pesadilla surreal, donde los caminantes brotan de alcantarillas o se agolpan en estaciones de metro convertidas en catacumbas. La serie logra transmitir el desamparo y la sensación de amenaza constante, un logro que la acerca a los mejores momentos de la serie madre en sus primeras temporadas.
Sin embargo, más allá de la atmósfera, los problemas surgen pronto. El eje dramático se sostiene sobre un artificio narrativo: Maggie acude a Negan para pedir su ayuda en el rescate de su hijo Hershel, secuestrado por un villano conocido como “el Croata”. La paradoja es evidente: Maggie se ve forzada a depender del hombre que mató brutalmente a su esposo Glenn en una de las escenas más recordadas (y traumáticas) de The Walking Dead. La tensión dramática que podría desprenderse de esta alianza improbable apenas se explora con la profundidad que merecería. El guion prefiere el camino fácil: una serie de discusiones superficiales entre los protagonistas, salpicadas de escenas de acción que refuerzan un vínculo de conveniencia más que de verdadero conflicto moral. Se pierde la oportunidad de hurgar en las cicatrices emocionales que ambos arrastran, y lo que podría haber sido un retrato complejo de redención y odio se queda en un intercambio mecánico de frases duras y silencios cargados.El gran problema, no obstante, radica en el tratamiento de Negan. En la serie original, su arco era ambiguo: presentado como un villano despiadado, fue ganando matices a medida que las temporadas avanzaban, hasta convertirse en un personaje contradictorio pero fascinante. En Dead City, en cambio, parece que se quiere acelerar su redención de manera poco verosímil. Negan aparece como una especie de antihéroe lacónico, dispuesto a ayudar a Maggie y a proteger al hijo de esta, pero sin dejar de ser el mismo asesino que raja gargantas sin pestañear cuando la trama lo requiere. El resultado es incoherente: cuesta creer en su “nueva bondad” cuando la cámara lo muestra, segundos después, matando sin remordimiento alguno. Esa tensión irresuelta debilita al personaje y, con él, al relato entero.
La previsibilidad narrativa es otro lastre importante. Desde los primeros episodios se intuye que la misión de rescatar a Hershel es una trampa tendida por el Croata, y el supuesto giro final carece de impacto porque el espectador lo ha anticipado desde el principio. La escritura no consigue sorprender ni en los diálogos ni en los desarrollos, y muchas escenas parecen recicladas de situaciones ya vistas en la serie madre: emboscadas, huidas por pasadizos, hordas de caminantes que aparecen en el momento más conveniente. La serie se aferra a un esquema demasiado conocido, lo que impide que Dead City adquiera personalidad propia dentro del vasto universo de The Walking Dead.Hay, sin embargo, destellos que merecen reconocimiento. El Croata, interpretado por Željko Ivanek, aporta una presencia perturbadora y un contrapunto interesante al dúo protagonista. Su fanatismo y su retorcida forma de entender el poder lo convierten en un villano efectivo, aunque tampoco escapa del cliché del antagonista grandilocuente. Algunas secuencias de acción —en particular aquellas que aprovechan la verticalidad de los rascacielos o la oscuridad de los túneles— transmiten una intensidad visual que recuerda lo mejor del género postapocalíptico. Y la química entre Lauren Cohan y Jeffrey Dean Morgan, aunque desaprovechada en su potencial dramático, funciona lo suficiente como para sostener el interés del espectador a lo largo de los seis episodios.
Lo que más se echa en falta es riesgo narrativo. La serie parece pensada como un producto de transición, un puente entre el final de la serie madre y nuevas extensiones del universo. Esto la condena a una especie de limbo creativo: no se atreve a romper las convenciones, ni a explorar de manera radical los dilemas éticos de sus protagonistas, ni a ofrecer giros verdaderamente imprevisibles. Todo se siente contenido, funcional, diseñado para mantener la maquinaria en marcha sin generar demasiadas controversias. Frente al impacto emocional de la serie original en sus mejores temporadas —cuando la muerte de un personaje querido podía descolocar al espectador y redefinir la trama—, Dead City juega sobre seguro, repitiendo fórmulas que ya no conmueven como antes.
En definitiva, The Walking Dead: Dead City es un producto irregular: visualmente atractivo, con una ambientación postapocalíptica convincente y algunos momentos de tensión efectiva, pero lastrado por un guion previsible y por una caracterización contradictoria de su protagonista. Negan, que podría haber sido el motor de un relato profundo sobre la culpa y la redención, se convierte en una figura incoherente, a caballo entre el villano sanguinario y el héroe funcional. Maggie, por su parte, apenas logra trascender el papel de madre sufriente en busca de su hijo, y la dinámica entre ambos no explora con suficiente ambición las cicatrices de su pasado compartido.
Al final, la sensación que deja Dead City es la de un universo agotado que sobrevive gracias a la inercia y a la fidelidad de los seguidores más devotos, pero que ya no tiene mucho más que contar. La franquicia The Walking Dead necesita, más que expandirse en nuevas direcciones, reinventarse con valentía, explorar nuevos lenguajes y recuperar la crudeza emocional que la hizo grande. Mientras tanto, Dead City se queda como un entretenimiento menor: correcto en su factura, pero incapaz de dejar huella.
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