Equilibrium (2002): distopía, estética y redención de lo humano

Resulta curioso cómo algunas películas, pese a ser ninguneadas por la crítica especializada o incluso condenadas al olvido en taquilla, logran consolidarse como pequeñas joyas de culto dentro del imaginario cinéfilo. Equilibrium (Kurt Wimmer, 2002) es un caso paradigmático: una cinta que, a primera vista, parece un batido caótico de referencias —Matrix, Fahrenheit 451, 1984 y V de Vendetta— agitadas con la energía de un filme de acción de serie B. Sin embargo, bajo esa superficie irregular late una propuesta con ideas potentes y una narrativa visual que, aunque imperfecta, resulta sorprendentemente eficaz. La premisa no puede ser más clásica dentro del género distópico: tras una Tercera Guerra Mundial devastadora, la humanidad ha optado por sacrificar su esencia a cambio de estabilidad. El Estado totalitario de Libria impone a sus ciudadanos el uso obligatorio de una droga, el prozium, que inhibe cualquier emoción y garantiza una sociedad “en equilibrio”, sin arte, sin afecto, sin belleza. La prohibición del arte y la condena a muerte de cualquiera que conserve un libro, una pintura o incluso una mascota evocan directamente el aliento orwelliano y el hálito incendiario de Bradbury en Fahrenheit 451. En medio de ese contexto asfixiante surge John Preston (Christian Bale), un “Clérigo Tetragrammaton” encargado de cazar a los transgresores. El detalle no es menor: en vez de simples policías, los guardianes del régimen son sacerdotes armados, lo que convierte la aplicación de la ley en un ritual casi litúrgico, donde la ortodoxia política se viste con ropajes de religión. El guion juega aquí con ironía amarga: se trata de un “Estado de Derecho” en sentido literal, pues todo está normado, pero esas leyes eliminan el derecho más elemental, el de sentir.

La película, más allá de su evidente dependencia estética de Matrix (con trajes oscuros, coreografías imposibles y tiroteos acrobáticos que rozan lo paródico), se permite una exploración interesante de la deshumanización en clave emocional. El viaje del protagonista, desde su condición de ejecutor frío y obediente hasta el descubrimiento íntimo de la sensibilidad, es la columna vertebral del relato. Wimmer construye la transformación de Preston a través de gestos mínimos: un instante de duda ante un cuadro de Rembrandt, la ternura desbordada por un cachorro oculto, las lágrimas provocadas por un aria de Beethoven. Estos detalles, que podrían parecer triviales, funcionan como detonadores de una catarsis emocional que se opone al silencio de una sociedad narcotizada. Aquí Bale despliega su mejor registro: la contención inicial —casi robótica— se va resquebrajando en una progresión que recuerda al sufrimiento físico y psicológico de la película posterior de El Maquinista (2004). Su actuación dota de verosimilitud a una historia que, de otro modo, podría haberse hundido en el artificio. Conviene subrayar que la película no pretende sutilezas: el líder supremo, “El Padre”, es una figura omnipresente transmitida en pantallas gigantes, réplica evidente del Gran Hermano de Orwell. La resistencia opera en las sombras, como en V de Vendetta. Y el estilo de combate inventado para el filme, el llamado Gun Kata, una especie de “arte marcial balístico” que mezcla coreografía de artes marciales con geometría de disparos, es a la vez fascinante y risible: aporta identidad visual al filme, aunque sacrifica realismo. Si uno logra aceptar esa convención estética, el resultado es hipnótico; si no, roza lo inverosímil de una producción de acción de bajo presupuesto.

Donde Equilibrium triunfa —y quizá por ello sigue resultando recomendable dos décadas después— es en su capacidad de recordarnos la importancia de lo intangible. La crítica oficial la descalificó con severidad, tildándola de derivativa y poco original. Sin embargo, el público la acogió con mayor benevolencia, precisamente porque supo leer en ella algo más que piruetas con pistolas. El despertar de Preston conecta con un anhelo universal: en un mundo que sacrifica la emoción por la supuesta eficiencia, recuperar la capacidad de emocionarse se convierte en el acto de rebeldía más radical. En este sentido, la cinta dialoga con inquietudes actuales: la medicalización de la vida cotidiana, la anestesia emocional promovida por la saturación mediática o incluso la dependencia tecnológica que nos convierte en sujetos distraídos y dóciles. No es casual que el prozium se perciba como una metáfora no tan velada de esas drogas legales e ilegales —incluyendo la propia televisión— que sirven para aplacar el malestar social. La película, pese a sus torpezas narrativas y a un clímax previsible, ofrece una parábola clara: sin arte, sin música, sin amor ni compasión, el ser humano se convierte en una máquina obediente, incapaz de elegir. Puede que sus escenas de acción sean desiguales y que sus referencias estén demasiado evidentes, pero lo cierto es que, como cine de ciencia ficción distópica, Equilibrium logra lo que muchas superproducciones más pulidas no consiguen: dejar poso, provocar preguntas y recordarnos que sentir —aunque duela— es la única forma auténtica de vivir. Quizá no sea una obra maestra para los críticos más severos, pero sí una película ideal para un día de lluvia, cuando lo único que buscamos es una historia que nos haga pensar mientras nos entretiene. Y eso, en tiempos de anestesia audiovisual, ya es bastante.

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