La Hora del Silencio (The Silent Hour) (2024): el policía que se quedó teniente

El cine, desde sus orígenes en aquel ya lejano 1895 con los hermanos Lumière, ha tenido siempre como uno de sus principales objetivos entretener. Puede instruir, conmover, denunciar o experimentar con el lenguaje audiovisual, pero si no consigue atrapar al espectador durante su metraje, algo falla en su esencia. La película que hoy nos ocupa cumple con esa premisa básica: engancha lo suficiente para que las casi dos horas pasen rápido y sin pesadez. Sin embargo, al mismo tiempo, su gran limitación es la falta de poso, esa sensación de obra que se consume fácilmente y se olvida con la misma rapidez, sin dejar demasiada huella.

El director es Brad Anderson, un cineasta irregular pero interesante, conocido sobre todo por la excelente serie Fringe —una de las joyas televisivas de la ciencia ficción reciente— y por El maquinista (2004), aquel inquietante thriller psicológico que regaló al público la estremecedora transformación física de Christian Bale. En esta ocasión, Anderson opta por un planteamiento de género policial con un giro dramático: el protagonista, un agente de policía interpretado por el actor sueco Joel Kinnaman, comienza a perder progresivamente la audición a raíz de un accidente en plena persecución. Este detalle, que podría haber dado mucho juego en términos de tensión narrativa y empatía con el personaje, se queda a medio camino entre recurso original y simple excusa argumental.

La trama se articula a partir de una petición de su antiguo compañero —ya trasladado a la división de narcóticos— para que le ayude a traducir mediante lengua de signos la declaración de una testigo clave en un caso de asesinato relacionado con el tráfico de drogas. Desde ese momento, el espectador adivina con facilidad que la supuesta ayuda encierra una trampa, aunque el protagonista, para sorpresa de todos, parece incapaz de percibirlo. Esta falta de sutileza en el guion, que anticipa cada giro de manera demasiado evidente, resta impacto dramático a lo que podría haber sido un thriller mucho más sólido. A medida que se acerca el desenlace, las inconsistencias del libreto se acumulan y la credibilidad se resiente; el último acto, en particular, se siente forzado y poco convincente, casi tan irreal como un discurso político en campaña.

Y, sin embargo, pese a todas estas debilidades narrativas, la película encuentra su mejor baza en la puesta en escena. Anderson demuestra oficio al manejar la acción en espacios cerrados, especialmente en las secuencias rodadas en el interior de un bloque de viviendas, donde la tensión se mantiene gracias a un montaje dinámico y a una fotografía que sabe aprovechar la claustrofobia del entorno urbano. Kinnaman cumple con su papel, aunque el arco de su personaje se percibe limitado por un guion que nunca explota del todo la angustia existencial que supone perder uno de los sentidos esenciales para un policía.

En definitiva, estamos ante una película que entretiene de principio a fin, que se deja ver con agrado pero que carece de la profundidad y el pulso necesarios para destacar dentro del género. Es un producto eficaz para quienes buscan una noche de evasión sin mayores pretensiones, un thriller correcto que se disfruta en el momento pero que no invita a la reflexión ni a la revisión posterior. Dicho de otra manera: cine de consumo rápido, bien rodado pero olvidable.


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