Hereditary (2018): el terror como tragedia familiar

Confieso que hacía mucho tiempo que no veía una película de terror que mereciera realmente ese calificativo. En los últimos años el género ha estado demasiado asociado al jump scare (el susto fácil con un golpe de sonido) o, en el extremo opuesto, al gore explícito y desagradable, donde la sangre sustituye al miedo genuino. El resultado, en la mayoría de los casos, son filmes que buscan provocar reacciones inmediatas pero olvidables, más cercanas al parque de atracciones que al arte cinematográfico. Por fortuna, de vez en cuando aparece una obra que nos recuerda lo que significa sentir miedo de verdad, un miedo que no depende de trucos efectistas sino que se construye lentamente, que se filtra en la piel del espectador y permanece incluso después de los créditos. Ese es el caso de Hereditary (2018), ópera prima del director estadounidense Ari Aster, que sorprendió a crítica y público al ofrecer una propuesta tan perturbadora como sólida en lo narrativo y visual.

Hereditary se presenta, en apariencia, como una historia de duelo familiar: todo comienza con la muerte de Ellen, la abuela materna, una figura enigmática cuya sombra se proyecta de forma inquietante sobre el resto de los personajes. La hija de Ellen, Annie (interpretada magistralmente por Toni Collette), es la madre de dos adolescentes: Peter (Alex Wolff) y Charlie (Milly Shapiro). El padre, Steve (Gabriel Byrne), actúa como un ancla de racionalidad y serenidad en medio del caos emocional que envuelve a la familia. Desde este punto de partida, el filme podría haber derivado hacia un drama psicológico convencional, pero Aster introduce poco a poco elementos perturbadores que transforman esa experiencia íntima del duelo en una espiral de auténtico horror. Lo interesante es cómo lo consigue: el guion no entrega todas las claves de inmediato, sino que construye un ambiente de desasosiego constante, donde cada escena, cada silencio y cada mirada parecen cargados de un significado oculto. La cámara se mueve con frialdad quirúrgica, los encuadres simétricos recuerdan a las casas de muñecas y refuerzan la idea de que los personajes son piezas manipuladas por fuerzas externas. Esa puesta en escena tan calculada multiplica el impacto emocional y refuerza el sentimiento de que algo, aunque no sepamos exactamente qué, va irremediablemente mal.

Uno de los grandes aciertos de Hereditary es su capacidad para mezclar el terror sobrenatural con el drama familiar más devastador. La película funciona en dos niveles simultáneos: por un lado, como relato de posesiones, sectas y fuerzas demoníacas que se transmiten de generación en generación (de ahí el título, “hereditario”); por otro, como un retrato doloroso de cómo una familia se descompone desde dentro, atrapada entre secretos, resentimientos y culpas nunca resueltas. El personaje de Annie, interpretado por una Toni Collette en estado de gracia, encarna esa fusión: su progresiva caída en la desesperación es tan aterradora como ver la irrupción de lo sobrenatural. Collette ofrece una de las actuaciones más intensas y físicas del cine de terror reciente, con momentos que oscilan entre el dolor desgarrador y la histeria más inquietante. Basta recordar la escena del duelo tras la tragedia que golpea a su familia, rodada con un realismo insoportable, para entender por qué muchos críticos reclamaron para ella una nominación al Oscar. Es un trabajo que va mucho más allá de los clichés habituales del género y que demuestra que el terror, cuando se toma en serio, puede ser tan exigente para un actor como cualquier drama de prestigio.

En paralelo, Gabriel Byrne ofrece un contrapunto fundamental: su Steve es un hombre racional, casi resignado, que observa cómo todo lo que le rodea se derrumba y que intenta sostener a su familia con un pragmatismo impotente. Su interpretación, sobria y contenida, da credibilidad a una historia que fácilmente podría haberse vuelto inverosímil. Los jóvenes actores, Alex Wolff y Milly Shapiro, cumplen con creces papeles nada fáciles: Peter encarna la fragilidad de un adolescente expuesto a un horror que lo sobrepasa, mientras que Charlie, con su aspecto inquietante y su manera de estar en el mundo, se convierte desde el principio en un elemento perturbador.

La dirección de Ari Aster es especialmente destacable si recordamos que se trata de su primera película. Su puesta en escena bebe de referentes como El resplandor (1980) de Kubrick, con esos movimientos de cámara fríos y laberínticos, y también del terror atmosférico de Polanski en La semilla del diablo (1968), donde la amenaza no siempre es visible pero se intuye en cada gesto. Sin embargo, Aster aporta su sello personal: el uso de la miniatura como metáfora de la manipulación de los personajes, la construcción de planos simétricos que acentúan la sensación de artificio y predestinación, y la dosificación del horror de manera casi matemática. Cada fotograma parece pensado para inquietar, incluso en las escenas aparentemente banales. La fotografía de Pawel Pogorzelski, con sus tonos sombríos y su juego entre la luz cálida del hogar y las sombras amenazantes, refuerza esa dualidad entre lo familiar y lo terrorífico. La música de Colin Stetson, con sus sonidos graves y texturas casi físicas, contribuye a generar un malestar que se siente en el cuerpo más que en la mente.

Es cierto que hay momentos en los que Hereditary recurre a imágenes desagradables, especialmente en su tramo final, y algunos espectadores podrían considerar que ciertas escenas son excesivas. Sin embargo, a diferencia del gore gratuito, aquí la violencia tiene un propósito narrativo: mostrar de forma explícita la brutalidad del destino que se cierne sobre los personajes. Incluso esas imágenes contribuyen a intensificar la experiencia global de la película, aunque es comprensible que para algunos resulten innecesarias.

Más allá de su eficacia como relato de terror, Hereditary invita a reflexionar sobre temas de mayor calado: la transmisión intergeneracional del trauma, la herencia de secretos familiares, el peso de la culpa y la imposibilidad de escapar de lo que nos viene dado por nacimiento. En este sentido, la película conecta con la tradición de la tragedia griega: los personajes parecen estar condenados desde el principio, arrastrados por un destino del que no pueden escapar, y cada intento de resistirse solo acelera la catástrofe. Esa dimensión trágica, sumada al horror sobrenatural, convierte a Hereditary en una propuesta mucho más ambiciosa de lo que podría parecer a simple vista.

No es extraño, por tanto, que Ari Aster se haya consolidado inmediatamente como una de las voces más prometedoras del cine de terror contemporáneo. Su siguiente película, Midsommar (2019), confirmó su interés por combinar lo macabro con lo ritual y lo cultural, aunque todavía divide opiniones. En este sentido, se puede trazar un paralelismo con M. Night Shyamalan, cuyo debut internacional con El sexto sentido (1999) lo catapultó al estrellato, aunque luego su carrera experimentó altibajos. Curiosamente, la conexión entre ambos directores se refuerza por la presencia de Toni Collette: en El sexto sentido era la madre del niño protagonista, y en Hereditary vuelve a encarnar a una madre enfrentada a lo inexplicable, pero con una intensidad aún mayor. Esperemos que Aster logre mantener un nivel sostenido y no se vea atrapado por el peso de su propia ópera prima.

En definitiva, Hereditary no es solo una de las mejores películas de terror de los últimos años; es, sobre todo, una experiencia cinematográfica que devuelve dignidad a un género demasiado veces despreciado. Es una obra que provoca miedo verdadero, desasosiego genuino y, al mismo tiempo, plantea preguntas incómodas sobre la familia, la herencia y el destino. Una película que confirma que el terror puede ser tan profundo y revelador como cualquier otro género cuando está en manos de un creador con visión y rigor. Muy recomendable, aunque no para corazones sensibles.

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