Regreso al planeta de los simios (1970): cuando la secuela se convierte en sátira involuntaria
La película arranca de manera directa, retomando los últimos minutos de la primera entrega: Taylor (Charlton Heston) y Nova atraviesan la Zona Prohibida, un territorio desolado y misterioso cuya exploración promete desvelar secretos sobre el planeta y su historia. Sin embargo, la continuidad dura poco: Heston, poco entusiasmado con la idea de repetir el papel, pidió reducir al mínimo su presencia en pantalla. Así, Taylor desaparece en los primeros compases y el relato se traslada a un nuevo protagonista, el astronauta Brent (James Franciscus), enviado en misión de rescate para encontrar a la tripulación perdida. Franciscus, con un físico y un tono de voz sospechosamente similares a los de Heston, se convierte en un doble algo insípido, un héroe de repuesto que replica los pasos del anterior. El problema es que gran parte de la primera mitad de la película repite de forma casi mecánica los elementos de la original: Brent descubre la sociedad simiesca, se enfrenta a sus jerarquías, se encuentra con Nova, y experimenta un choque cultural que, a esas alturas, ya no sorprende al espectador. El resultado es una sensación de déjà vu que resta frescura a lo que debería haber sido la expansión de un universo fascinante.
Es en la segunda parte donde Regreso al planeta de los simios intenta diferenciarse, y lo hace abrazando el disparate. Brent y Nova se adentran en un sistema de túneles subterráneos que conduce a los restos de la antigua civilización humana. Allí descubren a una comunidad de mutantes telepáticos, supervivientes de la catástrofe nuclear, que rinden culto a un artefacto insólito: una bomba atómica sagrada, colocada en un altar como si se tratase de una deidad. El guiño a la religión institucionalizada y a la adoración irracional de la tecnología no carece de interés conceptual, pero la ejecución resulta tan literal que roza la parodia. Los mutantes, con sus rostros deformes y sus cánticos solemnes, encarnan una alegoría obvia de la autodestrucción humana, mientras la “bomba dorada” —todavía funcional después de dos milenios— se convierte en el símbolo de una fe pervertida en el poder absoluto de la destrucción. Es difícil no leer esta parte del relato como un reflejo de la psicosis nuclear que atravesaba la Guerra Fría, con Vietnam en pleno auge y la amenaza de la aniquilación mutua asegurada marcando el clima cultural de la época. La crítica a la religión organizada y a la ceguera bélica está ahí, pero la puesta en escena, excesiva y teatral, convierte lo que podría haber sido una reflexión incisiva en un espectáculo casi grotesco.El papel de los simios, en este contexto, queda reducido a la caricatura. La sociedad que en la primera película ofrecía un retrato sutil de jerarquías políticas, tensiones sociales y debates científicos, aquí se simplifica: los gorilas militaristas se preparan para invadir la Zona Prohibida y erradicar lo que allí se esconde. La metáfora, aunque evidente —el poder bélico siempre dispuesto a sofocar lo desconocido—, carece de la elegancia narrativa de la original. Si en El planeta de los simios la sátira social se filtraba a través de diálogos inteligentes y giros argumentales sorprendentes, en Regreso la crítica se presenta con brocha gorda. Incluso Charlton Heston, reapareciendo en el clímax, parece actuar a regañadientes, como si quisiera terminar cuanto antes con un guion que no le convence. Su falta de entusiasmo es palpable y refuerza la sensación de que la película carece del magnetismo del original.Dicho esto, no conviene despreciar del todo a Regreso al planeta de los simios. En su extravagancia, la cinta refleja un momento cultural muy concreto: el cine de ciencia ficción de principios de los setenta, atrapado entre la herencia pulp de los cincuenta y las ambiciones filosóficas que llegarían con Kubrick, Tarkovski o el propio Star Wars pocos años después. La secuela abraza el exceso y lo ridículo sin complejos, y en ese sentido tiene cierto encanto. Además, el final, radical y nihilista —uno de los más oscuros en la historia del cine comercial de Hollywood—, resulta sorprendente incluso hoy. Sin entrar en detalles para quienes no la hayan visto, baste decir que la conclusión convierte a la película en una especie de antiepopeya, donde la esperanza queda sepultada bajo el peso de la autodestrucción. Que un estudio aprobara semejante cierre en una producción de gran presupuesto dice mucho del clima de pesimismo de la época.En definitiva, Regreso al planeta de los simios es una película irregular, derivativa y, por momentos, delirante, pero no por ello carente de interés. Aunque nunca alcanza la altura del original y a menudo cae en el esperpento, sirve como testimonio de las ansiedades culturales de los Estados Unidos en plena Guerra Fría. Es una obra que mezcla crítica social, sátira involuntaria y espectáculo apocalíptico, todo envuelto en un guion que parece escrito bajo el influjo de los excesos psicodélicos de la época. Quizá por eso, aunque se vea y se olvide con facilidad, no deja de ser una curiosidad digna de revisitar: un recordatorio de que, incluso en sus tropiezos, la saga de El planeta de los simios supo capturar como pocas el miedo a la autodestrucción que definió todo un siglo.
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